
Mi amor por la obra de la artista Petrona Viera (1895-1960) no es nuevo. Como tampoco es una novedad que su notable sensibilidad y su pasión por la pintura la llevaran a ser la primera pintora uruguaya profesional, guiada de la mano de sus maestros Vicente Puig, Guillermo Laborde y Guillermo Rodríguez a través de las líneas del planismo.

Ciertamente su lugar en la vida dotó a su particular mirada de aspectos que no compartían otros colegas generacionales: sorda desde los dos años debido a una meningitis, creció rodeada de una familia numerosa que en un momento supo ser la del Presidente de la República. Para quienes les interese, hay muchos más datos aquí.

Sin embargo, la evocación de Petrona Viera hoy tiene que ver con la emoción que me produjeron sus obras cuando las vi en el Museo de Artes Visuales no hace mucho. Resulta que el Museo, en su afán de sacudir las telarañas, desempolvó una serie de buenísimas obras pertenecientes a su acervo, y por razones de espacio, siempre guardadas. Y allí estaba Petrona. Estoy acostumbrada a ver su obra cada tanto: en la muestra del Zorrilla hace dos años, en el cuadro que mi tía tiene sobre el hogar, o en el grabado de pájaros que es el favorito de mi abuela.
Solo que esta vez me pegó, como algo totalmente moderno. Me recordó a varias de las producciones de moda que vi en la Vogue Italia, por ejemplo. Su exquisita estética, fuertemente constitutiva de nuestra identidad, está allí para ser tomada, reproducida, mezclada.
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