noviembre 24, 2008

Me importa un pepino


Cuando empecé este blog, anuncié que alguna vez iba a hablar sobre comida. Me importa mucho lo que como, sin caer en obsesiones, y claramente cocinar es la tarea doméstica en la que sobresalgo, por varias cabezas.


Quiero compartir en esta ocasión un pequeño triunfo culinario, más bien simple pero con un gran significado emocional: acabo de degustar los primeros pepinos en conserva de mi autoría.


Seguramente nadie haya quedado impresionado por tal declaración, pero lo estarían si supieran que este frasco que ven, por ejemplo, lo fui a buscar especialmente a la casa de mis abuelos, de donde además me llevé dos recetas similares pero no iguales; sal gruesa (no tenía) y laurel. O que estos pepinos son la especialidad de mi otra abuela, que a su vez lo aprendió de su madre, and so on. Y, sobre todo, que tuve que sortear la enorme dificultad de evitar que los pepinillos flotaran dentro del frasco y se pudrieran tranquilamente ante mis ojos tristes.


Todo eso contiene este frasco con los pepinos que van a volar en un par de días.


Si quieren intentarlo, acá va la receta:


  • 8 pepinos (yo usé, en vez, 24 pepinillos, que se consiguen ahora)

  • 2 tazas de agua

  • poco menos de media taza de vinagre blanco

  • laurel

  • sal gruesa

  • una pizca de azúcar

  • pimienta en grano

  • media cabeza de ajo aplastada con un mortero

  • eneldo (también conocido como dill, una de mis hierbas preferidas, sory flo)

Colocar en una olla todos los ingredientes menos los pepinos, y llevar a punto de hervor. El agua debe estar realmente salada.


Allí colocar los pepinos bien lavados y con las puntas cortadas. Cocinar durante 5 minutos. Una vez fríos, envasar en un frasco de vidrio, con boca bien ancha. Acomodar primero los pepinos de forma tal de que no puedan flotar una vez que se eche el líquido. Si sobra espacio, colocar un elemento bien pesado, que los mantenga en su lugar. Cerrar bien el frasco y colocarle otra cosa pesada encima. Dejar en algún lugar donde dé el sol durante dos días aproximadamente, hasta que cambien de color. Después llevar a la heladera. Quedan bien con todo, mind my words.

noviembre 18, 2008

De punta en blanco


En la búsqueda de material para mi columna radial de ayer, me topé con una nota más que interesante en el New York Times. Titulada The return of the interview suit, tomaba exactamente lo que habíamos charlado durante horas con las chicas en el Centro de Tendencias, armando el invierno 10.




Ante la llegada de tiempos más sombríos, el traje vuelve a ser nuestro uniforme. Sentíamos que nos habíamos liberado de tal prisión de sastrería, pero lo interesante de este elemento es que vuelve para resignificarse, luego de casi dos siglos de vestir al hombre occidental.





El traje fue adquiriendo diversos usos y significados a lo largo de su existencia: desde su creación moderna en la Inglaterra de mediados del siglo XIX (cuando se usaba para ir a la playa o al campo, very comfortable indeed), al abandono casi definitivo del chaleco como pieza primordial, y a los mojones tales como el power suit de Armani. Por supuesto, en el medio Coco Chanel rompió todos los moldes con su tailleur, aun un item clave de señoras bien, como Mecha Gattas en el Club de Golf el domingo pasado (ella y sus amigas, un poema). Y, sobre todo este año, no debemos olvidarnos del new smoking de Yves Saint Laurent.


En los últimos cuatro o cinco años, el traje masculino, del que en Uruguay se conocen tan pocas variantes, vivió minirrevoluciones de las manos de Hedi Slimane, jefe y dios de la grifa Dior Homme -él fue quien acuñó el traje negro de rockero superslim que provocó la dieta de Lagerfeld-, y de Thom Browne, que propuso usar el conjunto de dos piezas al modo de Pee Wee Herman. Y lo amaron por eso.



Las temporadas que vienen indica que las piezas de indumentaria que acompañan al hombre desde hace siglos vuelven como rectores de momentos difíciles. En tiempos de crisis, no hay casual Friday que valga.

noviembre 10, 2008

Chicas modernas





Mi amor por la obra de la artista Petrona Viera (1895-1960) no es nuevo. Como tampoco es una novedad que su notable sensibilidad y su pasión por la pintura la llevaran a ser la primera pintora uruguaya profesional, guiada de la mano de sus maestros Vicente Puig, Guillermo Laborde y Guillermo Rodríguez a través de las líneas del planismo.




Ciertamente su lugar en la vida dotó a su particular mirada de aspectos que no compartían otros colegas generacionales: sorda desde los dos años debido a una meningitis, creció rodeada de una familia numerosa que en un momento supo ser la del Presidente de la República. Para quienes les interese, hay muchos más datos aquí.





Sin embargo, la evocación de Petrona Viera hoy tiene que ver con la emoción que me produjeron sus obras cuando las vi en el Museo de Artes Visuales no hace mucho. Resulta que el Museo, en su afán de sacudir las telarañas, desempolvó una serie de buenísimas obras pertenecientes a su acervo, y por razones de espacio, siempre guardadas. Y allí estaba Petrona. Estoy acostumbrada a ver su obra cada tanto: en la muestra del Zorrilla hace dos años, en el cuadro que mi tía tiene sobre el hogar, o en el grabado de pájaros que es el favorito de mi abuela.



Solo que esta vez me pegó, como algo totalmente moderno. Me recordó a varias de las producciones de moda que vi en la Vogue Italia, por ejemplo. Su exquisita estética, fuertemente constitutiva de nuestra identidad, está allí para ser tomada, reproducida, mezclada.
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